TEMPLARIOS EN ESPAÑA
El soberano catalán pariente del Cid que se convirtió en el
primer templario español
Pocos días antes de morir, Ramón Berenguer III pidió el
ingreso en la orden del Temple. Además, les dejó a sus miembros un castillo, su
armadura y su caballo
Templarios. Solo mencionar el sobrenombre más conocido de los
«Pobres soldados de Cristo» invita al esoterismo, a lo oculto y a la intriga.
Sin embargo -y a pesar de existen muchos misterios a su alrededor como el de la
enigmática flota del Temple que pudo llegar hasta América- lo cierto es que
esta orden nació para defender a los cristianos que, arriesgando su fortuna y
su vida, peregrinaban a Jerusalén. Por entonces -1118- el grupo no estaba
formado más que por 9 caballeros con una fe ciega en el Salvador, pero apenas
13 años después ya habían sido reconocidos por la Iglesia Católica, contaban
con decenas de miembros y habían extendido sus tentáculos por media Europa.
Desde Francia, hasta la Península Ibérica. Precisamente en esta última región
fue donde Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, decidió -poco antes de
morir-convertirse en el primer caballero templario español y ceder además a
estos seguidores de la cristiandad un castillo, su armadura y su caballo.

Hablar de los templarios es hacerlo también de un ascenso
fulgurante y una caída estrepitosa. Y es que, aunque llegaron a amasar una
riqueza digna de un reino y lograron atesorar decenas de castillos bajo sus
órdenes, fueron disueltos por la Iglesia acusados -entre otras cosas- de
herejía, sodomía y pedofilia. Cargos todos ellos falsos y que fueron utilizados
para acabar con su poder en Europa y con las ingentes cantidades de dinero que
habían logrado recabar. Uno de los primeros territorios en los que se asentaron
tras su creación fue España donde, además de todo aquello que les cedió Ramón
Berenguer III, recibieron por herencia (o pagaron con su propio dinero)
fortalezas, haciendas y villas en más de medio centenar de provincias.
Emplazamientos que les sirvieron como fuente de ingresos. Al final, casa por
aquí, fuerte por allá -y con la excusa de expulsar a los musulmanes de la
Península- terminaron haciéndose un hueco importante por estos lares,
aumentaron su actividad militar en la zona y, por descontado, hicieron que su
influencia entre los nobles creciese.
Nacimiento y expansión
Para hallar el origen de los templarios es necesario viajar
hasta los años 1118 y 1119. Fue en esta época cuando 9 caballeros europeos
liderados por Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Aldemar fundaron en Jerusalén
la orden de los «Pobres soldados de Cristo» (los futuros templarios). Su
objetivo era, en primer lugar, defender a los viajeros y peregrinos que -al
viajar a Tierra Santa para purgar sus pecados- eran atacados principalmente por
los turcos selyúcidas. En segundo término, estos militares también se
comprometieron a proteger los santos lugares. «En aquel entonces reinaba
Balduino I, quien brindó una calurosa acogida a los “Pobres soldados de
Cristo”, […] Pasaron nueve años en Tierra Santa, alojados en una parte del
palacio, que el rey les cedió, justo encima del antiguo Templo de Salomón (de
ahí el nombre de Caballeros del Temple)», explica el investigador Rogelio
Uvalle en su libro «Historia completa de la Orden del Temple». Los miembros del
grupo, en principio soldados, determinaron vivir con votos religiosos y
monacales. Entre ellos destacaba el de castidad, el cual se tomaban tan
seriamente como para no mirar dos veces a una mujer a la cara por miedo a
enamorarse.
Poco tiempo después, apenas ocho años, Payens observó que el
nuevo grupo necesitaba un empujón que le permitiera atraer a nuevos miembros y
ganar alguna que otra moneda para sufragar sus gastos. La necesidad era urgente
ya que, mientras que otras órdenes recibían cuantiosos fondos por estar
reconocidas por la Iglesia, ellos debían vivir de las escasas posesiones que
tenían. Decidido a darse a conocer, partió hasta la vieja Europa para hacer
propaganda de los «Pobres soldados de Cristo» con otros cinco compañeros. El
viaje no pudo ser más fructífero pues, como señala el historiador francés Alain
Demurger en su libro «Caballeros de Cristo: templarios, hospitalarios,
teutónicos y demás órdenes», logró que San Bernarndo, por entonces máxima
autoridad eclesiástica, exaltara para bien sus objetivos. Por otro lado,
también consiguió unos cuantiosos donativos y volver a Tierra Santa con nuevos
«reclutas». «Regresó a Tierra Santa como primer maestre de la caballería del
Temple y algunos hombres religiosos más. Lo siguieron una multitud de nobles
que fueron a su reino prestando fe a sus palabras», determina el cronista de la
época Guillermo de Tiro.
Y no solo eso, sino que consiguió que, en el concilio de
Troyes celebrado en 1128, la Iglesia aprobase una regla para los templarios
(una serie de principios necesarios para que la orden fuese oficial). «La regla
fue redactada en Oriente, con ayuda del patriarca de Jerusalén. Hugo la
discutió después con el Papa, antes de someterla en el Concilio de Troyes, en
el que sabía que predominaba la influencia del Císter. Los padres corrigieron
ciertos detalles, modificaron ciertos artículos y dejaron puntos en suspenso,
sometiéndolos al Papa y al patriarca», señala el experto galo. En esta reunión,
además, se expuso por primera vez algo que sumamente novedoso en el siglo XII:
el crear un grupo formado por monjes (miembros del clero que, como los
mandamientos decían, tenían prohibido matar) que fueran a la vez soldados. A
pesar de que la idea era controvertida, al final se ganó el apoyo de los
presentes y ofreció a los «Pobres soldados de Cristo» un trampolín para ser
conocidos en toda Europa.
La visita a España
Mientras Hugo andaba forjando a golpe de espada y oración la
orden del Temple, la situación por estos lares no era de lo más adecuada para
los cristianos. Y es que -aunque dominaban la mitad norte de la actual España-
andaban metidos hasta el corvejón en una lucha a muerte contra los musulmanes.
Por entonces el territorio se dividía en cuatro reinos. Todos ellos, nacidos a
costa de las zonas arrebatadas al Islam. En primer lugar se hallaban los de
Aragón y Navarra (ambos regidos por Alfonso I «el Batallador»). A continuación
se destacaba el reino unificado de León y Castilla (bajo las órdenes de Alfonso
VII); el de Portugal (gobernado por Alfonso Enríquez) y, finalmente, los
denominados Condados Catalanes. Al frente de estos últimos se encontraban
varios nobles entre los que destacaba Ramón Berenguer III, conde de Barcelona y
denominado posteriormente «el Grande» por su política expansionista. «El
proceso de consolidación de la región pasó por la […] incorporación al condado
de Barcelona de otros como los de Besalú y Cerdaña, al norte de los Pirineos,
[…] la bailía de Perelada, así como los vasallajes de Pallars, Urgell, Ampurias
y Roselló», explica el historiador José María Monsalvo Antón en su obra
«Historia de la España medieval». A su vez, este soberano también logró, mediante
una alianza matrimonial, hacerse con el dominio de la Provenza francesa.
La situación de aquella primitiva España podría parecer hoy
en día aislada totalmente de la vieja Europa. Pero nada más lejos de la
realidad. De hecho, la necesidad de expulsar a los musulmanes de la Península
era considerada de gran importancia en las altas esferas de la Iglesia, desde
donde se llegó a equiparar el combatir contra los sarracenos en Hispania, con
hacerlo en Tierra Santa en la Cruzada (algo que otorgaba la salvación y el
perdón de Dios a los caballeros que acudía a Jerusalén). «Hay que tener en
cuenta que, en el año 1095 -cuando Urbano II llamó a los caballeros a unirse a
la Primera Cruzada para recuperar los santos lugares- la Península se
encontraba inmersa en su propia cruzada: la Reconquista. Como había muchos
nobles que no podían desplazarse hasta Jerusalén para defender los atributos
griálicos, lavaron su conciencia luchando aquí», explica a ABC María Lara
Martínez, escritora, profesora de la UDIMA, Primer Premio Nacional de Fin de
Carrera en Historia, autora de «Enclaves templarios» (editado por Edaf),
Comendadora honorífica del Temple y Madrina Templaria. Esta máxima quedó
refrendada en el año 1100 cuando el papa Pascual II emitió una bula según la
cual los guerreros cristianos residentes en España tenían prohibido viajar a
Palestina. Una orden que buscaba evitar que nuestro actual país no se quedase
sin soldados que lucharan contra la expansión de Alá.
La bula papal se ajustó como un cinturón a los deseos de los
soberanos cristianos de la Península Ibérica, los cuales empezaron a enarbolar
con sumos gusto la insígnia de la Cruzada con el objetivo de atraer a todos los
guerreros posibles a causa. «Los reyes cristianos se dieron cuenta enseguida de
los beneficios que podía reportarles la importación del ideal de las cruzadas
en sus territorios. En 1101, el rey Pedro I de Aragón y Navarra empleó por
primera vez la enseña cruzada en una acción militar contra los andalusíes, el
cerco que puso a la ciudad de Zaragoza. Era la primera señal de que las ideas
religiosas que llegaban allende a los Pirineos podrían servir a los reyes
ibéricos para articular una respuesta ante el rodillo almorávide», se explica
en la obra «Templarios» (editada para el Canal Historia por varios autores).
En ese marco de guerra y necesidad los reinos cristianos
peninsulares vieron el cielo abierto (y nunca mejor dicho atendiendo a las
connotaciones religiosas) con la llegada de la Orden del Temple a Europa. Fue
por ello fue por lo que, en 1127, la reina Teresa de Portugal (hija de Alfonso
VI de Castilla) decidió ceder al representante de este grupo en el Mediterráneo
(Hugo de Rigaud) el castillo de Soure. La edificación estaba estratégicamente
ubicada cerca de la frontera con Al-Andalus, lo que haría que estos militares
se vieran inmersos de lleno en la Reconquista. Y todo ello, dos años antes de
que la Iglesia les reconociera como una orden oficial y tan solo una década
después de la fundación del grupo en Jerusalén. «El 19 de marzo de 1128 la
condesa formalizaba solemnemente en Braga de Soure la entrega del castillo al
Temple. Esta se completaría el 29 de marzo cuando Teresa añadió un amplio
territorio de los alrededores. Cuando, pocos meses después, tras la batalla de
San Mamede, Alfonso Enríquez se hizo con el gobierno del condado y desplazó a
su madre, no dudó en confirmar la cesión a los templarios», completa la
escritora alcarreña María Lara.
Ramón Berenguer III, el primer templario español
No fue necesario esperar mucho más para empezar a hablar de
la relación de la Orden del Temple con los reinos cristianos. Más
concretamente, y según explica el divulgador histórico Rafael Alarcón Herrera
en su obra «La huella de los templarios: tradiciones populares del Temple en
España», fue también entre los años 1127 y 1128 cuando los «Pobres caballeros
de Cristo» llegaron hasta Aragón e hicieron muy buenas migas con Ramón
Berenguer III, casado por entonces con una mujer de alta alcurnia: María, una
de las hijas del famoso Cid Campeador. En palabras de la alcarreña, este
catalán colaboró con ellos desde su entrada en la Península, algo que se
materializó a base de donaciones. Alarcón es de la misma opinión: «Ramón
Berenguer recibió la visita de los fundadores en 1127, cuando vinieron a Europa
para promocionarse y reclutar nuevos miembros. Ramón Berenguer sentía auténtico
entusiasmo por esta milicia». En aquellos años este noble actuó como tantos
otros que, al no poder limpiar sus pecados en Tierra Santa, colaboraron con los
soldados del blasón blanco y la cruz roja para ganarse su pequeña parcela en el
cielo.
El conde de Barcelona terminó dando el impulso definitivo al
Temple en 1130. Por aquel entonces vivía sus últimos días en este mundo y,
deseoso de entrar en el cielo por la puerta grande, decidió hacer algo que
resultaría pionero: ingresar en los templarios. Su objetivo era doble. En
primer lugar creía (como se había extendido en aquellos años) que Dios le reconocería
como un monje guerrero y olvidaría sus pecados cometidos en vida para acogerle
con los brazos abiertos. A su vez, buscaba que este grupo se asentara en la
Península y colaborase en la expulsión de los musulmanes a través de sus
propiedades. Así fue como se convirtió en el primer templario español.
Posteriormente, en su testamento -dictado el 8 de julio de 1131- Ramón
Berenguer hizo de nuevo algo nunca antes visto en España. «Les donó el castillo
de Grañena de Cervera, ubicado en la provincia de Lérida, y su caballo y su
armadura personal. Esto es sinónimo de una gran implicación con los monjes de
la orden, de quienes dijo que “han venido y se han mantenido con la fuerza de
las armas en Grañena para la defensa de los cristianos”», determina Lara a ABC.
Los autores de «Templarios» creen lo mismo: «Este no era en absoluto un gesto
anecdótico. El señor más importante del oriente peninsular cristiano otorgaba
nada menos que sus atributos de caballero a la orden que había sido fundada
hacía poco en Jerusalén y que solo dos años y medio antes había logrado su
aprobación oficial por la Iglesia».
De esta forma -gracias a la cesión de las fortalezas de
Portugal y Cataluña en primera línea de batalla- los templarios terminaron
implicándose de lleno en la Reconquista y, cómo no, ganándose un hueco entre
los literatos de estas tierras (por ejemplo, Bécquer y su «Monte de las
ánimas»). A mediados de julio de ese mismo año, Ramón Berenguer III, uno de los
españoles que más defendió e hizo prosperar a la orden de los «Pobres
caballeros de Cristo» en nuestro país, dejó este mundo en una hacienda del
Temple. «Para prepararse a morir había tomado el buen Conde el hábito de los
templarios, profesando en manos de su jefe Hugo Rigaldi, y muriendo en su mismo
hospital, a donde se hizo llevar», explican los historiadores del S. XIX
Johannes Baptist Alzog y Vicente de la Fuente en su obra «Historia eclesiástica
o adiciones a la Historia general de la Iglesia, Volumen 2». Así fue como uno
de los hombres más poderosos de la Península Ibérica falleció: lejos de sus
lujos, de sus bienes materiales y como un miembro más de este grupo. Ya lo
decía uno de los lemas de la Orden: «Non nobis Domine non nobis sed Nomini Tuo
da gloriam» («No a nosotros oh señor, no a nosotros sino a tu nombre da
gloria»). Una frase que venía a significar que ellos luchaban por Cristo y por
Dios y que despreciaban el dinero y los bienes materiales.
El mismo año en que Ramón Berenguer se marchó de este mundo,
Alfonso I «el Batallador» siguió su ejemplo y dictó un testamento en Bayona que
favorecía ampliamente a los templarios. «A Alfonso I -rey de Aragón y Navarra,
conquistador de Zaragoza y artífice de la expedición a Andalucía- se le ha
llamado el rey de los templarios porque cedió todo lo que tenía en vida a tres
órdenes: la de los “Pobres caballeros de Cristo”, la del Sepulcro del Señor y
la del Hospital. Realmente él quería hacer testamento en favor de Dios, pero al
ser un concepto tan ambiguo decidió dejar sus bienes a los representantes de
este en la Tierra. Como era de esperar, esto causó un gran revuelo entre los
nobles del reino, que se habían preparado para recibir una suculenta suma de
dinero debido a que “el Batallador” no tenía hijos», completa María Lara. En
palabras de la experta española, Alfonso I fue un claro ejemplo de un monarca
que quería ser monje y que hubiera deseado entrar en los templarios, pero que
tuvo que morir sin tomar los hábitos debido a que su posición le exigía tener
una esposa y tratar de tener una descendencia.
Cataluña, la cuna de los templarios
Tras la muerte de Ramón Berenguer III la relación de los
Templarios con Cataluña no decayó, sino que se hizo más amplia. Así lo afirma
el escritor Antonio Galera Gracia (investigador con más de una decena de libros
de divulgación histórica sobre esta orden) en «La verdadera historia de la
Orden del Templo de Jerusalén a la luz de la documentación histórica»: «Tan
buenos auxilios debieron de ser proporcionados por los del Templo en el Condado
de Barcelona, que en un documento que se encuentra en el Archivo Histórico
Nacional de fecha 15 de abril de 1134 […] escrito por Olegario, arzobispo de
Tarragona […] se determinan los privilegios y exenciones que se harán a los
templarios que elijan las tierras catalanas para instalarse». Poco tiempo
después, en 1143, un concilio celebrado en Girona y presidido por el cardenal
Guidó estableció la fundación oficial del grupo en la ciudad condal.
«En esos años participaron activamente en el avance
cristiano por la Península y en la reducción de Al-Andalus. Progresivamente, en
Cataluña y en España otros señores les fueron concediendo posesiones. Una de
las primeras fue un castillo que se encuentra en una de las dos colinas que
vigilan Lérida (el de Gardeni). Es el tributo que pagó Ramón Berenguer IV a la
orden después de que esta liberase la ciudad de los musulmanes. También
destacan el de Miravet (una antigua fortaleza islámica convertida en castillo y
monasterio) o el de Tortosa (situado en la desembocadura del Ebro, en la
frontera entre Al Andalus y los reinos cristianos). En Barcelona establecieron
a partir de 1134 uno de sus cuarteles generales del mediterráneo. Aquí crearon
una encomienda que actualmente guarda un pequeño banco y dos colchones que
fueron utilizados por San Ignacio de Loyola durante su estancia en Barcelona en
1523».