TEMPLARIOS EN
ESPAÑA. ¿ES LÍCITO PELEAR POR CRISTO? (II entrega)
Las Cruzadas:
un movimiento popular
Autor: P.
Javier Olivera Ravasi. Pero volvamos a nuestro tema; los musulmanes habían
irrumpido violentamente al punto de hacer peligrar a la misma Europa en su
asalto. Se trataba de ir a la reconquista de Tierra Santa. El hombre medieval
conocía esa tierra hasta en sus más ínfimos detalles, ya que había sido
espiritualmente alimentado desde su más tierna infancia con las Sagradas
Escrituras. Todo le resultaba familiar, la cueva de Belén, el pozo de Jacob, el
Calvario, los lugares por los que viajó San Pablo, los salmos que narraban la
belleza de aquellos parajes…, todo le hablaba de los Santos Lugares. Por otra
parte, en la época feudal, montada toda ella sobre el fundamento de posesiones
concretas, parecía obvio que la Tierra del Señor fuese considerada como el
feudo de la Cristiandad; pensar lo contrario hubiese implicado en cierta manera
una injusticia.
Algunos
historiadores modernos, influenciados por la ideología marxista, han asignado a
las Cruzadas razones únicamente de índole económica. Pero, como bien señala
Régine Pernoud, semejante interpretación no es sino el fruto de una extraña
transposición del pasado a la mentalidad de nuestra época, que todo lo ve a la
luz de ese prisma. Mucho más cerca de la realidad estaba Guibert de Nogent,
abad benedictino del primer cuarto del siglo XII, cuando en su “Historia de las
Cruzadas” aseguraba que los caballeros se habían impuesto la tarea de
reconquistar la Jerusalén terrena con el fin de poder gozar de la Jerusalén
celestial, de la que aquella era imagen. Es de él la célebre frase que se
repetía en Francia para mostrar la valentía de los hijos de Clovis: “Gesta Dei
per francos” (“los hechos memorables de Dios a través de los franceses”).
Las Cruzadas
iban a durar casi hasta fines del siglo XIII, y durante su entero transcurso
estarían en el telón de fondo de todos los acontecimientos de la época, fueran
estos políticos o religiosos, económicos o artísticos. Se suele hablar de ocho
cruzadas, pero de hecho no hubo un año en que no partiesen de Europa contingentes
más o menos numerosos de «Cruzados», a veces sin armas, conducidos sea por
señores de la nobleza, sea por monjes. Por eso parece acertada la opinión de
Daniel-Rops de que no es adecuado hablar de «las Cruzadas», sino más bien de
«la Cruzada», único y persistente ímpetu de fervor, ininterrumpido durante dos
siglos, que arrojó a lo mejor de Occidente de rodillas ante el Santo Sepulcro.
La primera
oleada de la marea fue tan incontenible que la jerarquía de la Iglesia no pudo
mayormente influir sobre ella. Fue la Cruzada “popular”, convocada por un
religioso de Amiens, Pierre l’Ermite (Pedro el Ermitaño), hombre carismático y
austero, a quien siguió toda clase de gente: algunos caballeros, por cierto,
pero también numerosos mendigos, ancianos, mujeres y niños. Esa caravana de
gente humilde que se ponía en camino para reconquistar un pedazo de tierra
entrañable, ha sido un fenómeno único en la historia. Recordemos que en la Edad
Media la guerra era prerrogativa de la nobleza y de los caballeros, y por eso
resultaba tan exótico que aquellos aldeanos apodados paradojalmente «manants»,
es decir, los que «se quedan», se transformasen súbitamente en guerreros. La
historia empezaba a convertirse en epopeya. Militarmente hablando, el proyecto
de Pedro el Ermitaño acabó en un resonante fracaso, como era de esperar. Sin
embargo no lo consideraron así sus contemporáneos. Porque, según señala con
acierto Pernoud, en aquellos tiempos no se esperaba necesariamente que el héroe
fuese eficaz:
“Para la
antigüedad, el héroe era el vencedor, pero, como se ha podido comprobar, las
canciones de gesta ensalzan no a los vencedores sino a los vencidos heroicos.
Recordemos que Roldán, prácticamente contemporáneo de Pierre l’Ermite, también
es un vencido. No debemos olvidar que nos hallamos ante la civilización
cristiana, para la cual el fracaso aparente, el fracaso temporal y material,
acompaña a menudo a la santidad, a la par que mantiene su fecundidad interna,
fecundidad a veces invisible de inmediato y cuyos frutos se manifestarán posteriormente.
Tal es, no lo olvidemos, el significado de la cruz y la muerte de Cristo. En
ello estriba toda la diferencia entre el héroe pagano –un superhombre– y el
héroe cristiano, cuyo modelo es el crucificado por amor”.
Sea lo que
fuere, al mismo tiempo que Pedro el Ermitaño lanzaba sus turbas, los nobles
preparaban todo con gran seriedad, constituyendo varios cuerpos de ejército,
cuatro en total. El primero de ellos estaba formado por belgas, franceses y
alemanes cuyo jefe era el duque Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena;
un hombre espléndido desde todo punto de vista, fuerte, valiente, de un vigor
extraordinario, a la vez que sencillo, generoso, y de piedad ejemplar, el
paradigma del Cruzado auténtico, casi un santo. Las crónicas relatan que cuando
entró en Jerusalén el año 1099, se negó a aceptar el título de rey de
Jerusalén, por no querer ceñir corona de oro allí donde Jesús había llevado una
corona de espinas. Cuando murió en 1100, su hermano Balduino tendría menos
escrúpulos, y con él comenzaría formalmente el Reino Franco de Jerusalén y la
instauración de una Monarquía feudal.
Este no es un
dato menor, ya que prueba una vez más que el espíritu de la Cruzada fue el de
la Cristiandad Feudal, al punto tal de trasladar su estructura, incluso sus
castillos, que en última instancia, fue lo que posibilitó el gobierno cristiano
por casi un siglo en tierra Oriental.